Un lugar de encuentro, abierto hasta el amanecer (y sin penar, que a vuestras edades...)

sábado, 27 de septiembre de 2008

OTOÑO 2006

Pues como de esta tampoco me acuerdo, que alguien dé datos.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Reunión de la primavera del 2007

Como ahora mismo no tengo ningún recuerdo de ella, presiento que nosotros no asistimos, así que ayudadme.

Otra curiosidad del amigo Reverte.-

ARTURO PÉREZ-REVERTE XLSemanal 10 de Agosto de 2008
Hay un bonito ejercicio visual, interesante cuando estás de viaje y con poco que hacer. Sentado, por ejemplo, en la terraza del bar frente al museo nacional de Kioto, o bajo el reloj del ayuntamiento de Praga, o en el Pont des Arts, camino del Louvre. En cualquier lugar por donde transiten grupos de turistas dirigidos por un guía que levanta en alto, sufrido y profesional, una banderita, un pañuelo al extremo de un bastón, o un paraguas. El asunto consiste, observando aspecto y comportamiento de los individuos, en establecer de lejos su nacionalidad. Hay grupos con los que, aplicando estereotipos, no se falla nunca. Pensaba en eso hace unos días, en Roma, viendo a unos sacerdotes altos y guapos, en mangas de camisa negra de cuello clergyman, con suéteres elegantes de color beige colgados de los hombros y zapatos náuticos marrones. Atentos pero con aire un poco ausente, como si su reino no fuera de este mundo. La conclusión era obvia: curas de Boston para arriba, Nueva Inglaterra o por allí. Contrastaban con otro grupo próximo: rubicundos varones con aire jovial de campesinos endomingados, legítimas cloqueando aparte, de sus cosas, e hijas jovencitas siguiéndolos con desgana, vestidas con pantalones de caja muy baja y ombligos al aire, acribillados de piercings. No había necesidad de oírles hablar gabacho para situarlos en la Francia rural profunda. Creo que hasta exclamaban: «¡Por Toutatis!».
Cuando se tiene el ojo adiestrado, un primer vistazo establece la nacionalidad de cada lote. Hasta de lejos, cuando podría confundírseles con adolescentes bajitos, a los japoneses se les reconoce porque siguen al guía –por lo general, chica joven y también japonesa– con una disciplina extraordinaria: nunca tiran nada al suelo ni se suenan los mocos, fotografían todos desde el mismo sitio y al mismo tiempo, e igual hacen cola hora y media bajo la lluvia para subirse a una góndola en Venecia que para beber sangría en un tablado flamenco de La Coruña. Todos llevan, además, bolsas de Louis Vuitton.
Identificar a los ingleses es fácil: son los que no hablan otro idioma que el suyo y llevan una lata de cerveza en cada mano a las nueve de la mañana. En cuanto a los gringos de infantería, clase media y medio Oeste, se distinguen por sus andares garbosos, las apasionantes conversaciones a grito pelado sobre el precio del maíz en Arkansas, y en especial por esa patética manera que tienen ellos, y sobre todo ellas, cuando son de origen blanco y anglosajón, de hacerse los simpáticos condescendientes con camareros, vendedores y otras clases subalternas de los países visitados. Queriendo congraciarse con los indígenas como si los temieran y despreciaran al mismo tiempo: mucha risa y palmadita en la espalda, pero sin aflojar –que es lo que importa a los interesados– un puto céntimo. Si ve usted a una gilipollas rubia y sonriente haciéndose una foto en Estambul entre dos camareros con pinta de rufianes que le soban cada uno una teta, no tenga duda. Es norteamericana.
A los alemanes también está chupado situarlos. Hay mucho rubio, las pavas son grandotas, todos caminan agrupados y en orden prusiano, se paran exactamente donde deben pararse, la mitad suelen ir mamados a partir de las seis de la tarde, y cuando viajan por Europa algunos padres explican a los niños pequeños, no sin tierna emoción filial: «Mirad, hijos míos, este pueblo lo quemó el abuelito en el año cuarenta y uno, este monumento restaurado lo demolió en el cuarenta y tres, este barrio lo limpió de judíos el tío Hans en el cuarenta y cinco».
Pero los inconfundibles somos los españoles: hasta los negros nos ven llegar y saludan, antes de que abramos la boca: «Hola, Manolo, mucho barato». Somos los que, después de regatear media rupia a un vendedor callejero, dejamos propinas enormes en bares y restaurantes. Los que afirmamos impávidos que, frente a un Ribera del Duero, los vinos de Toscana o de Burdeos son el Don Simón en tetrabrik. Somos los que después de comprar en una tienda a base de «yes», «no» y «tu mach espensiv», salimos diciendo: «Aquí no saben ni inglés». Somos los que fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel prohibiendo hacer fotos. Para identificarnos no hay error posible: un guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando postales, sentados en un bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la pirámide. Y cuando, después de hablar quince minutos en vano, el pobre guía reúne como puede al grupo para seguir camino, siempre hay alguien que viene de comprar postales, mira el Taj Majal y pregunta: «¿Y esto qué es?».